Friday, February 6, 2009

Líneas díscolas


V
IRUS DE MIEL
Historia de la muerte de un dios



“Los rayos zarpan como avispas, creando menesteres de
prudencia infernal sobre los benéficos hombres,
y ¿Quién
diría que las apaciguadas sirenas reinan en el astro más
luminoso de la noche, cuando, sin embargo,
las matemáticas
impulsivas destrozan todo ánimo de comer rastros de
anagramas esporádicos?”

-Periplo Barbossa, 1545




I.
Eran retoños de números salvajes que asentían al cielo pidiendo a gritos el estupor de las maravillas congeladas, los citófonos sonaron al unísono cuando las hormigas despertaron sus ambiciones más grotescas y fue esa noche que los caimanes del Olimpo resurgieron de aquella desastrosa arquitectura que esculpió sus nombres en arañas de fuego.

Lloraron desesperados tratando de sumar o restarle años al Universo, sin embargo el frío de la hiel supo dulce cuando las cadenas inmensas de la aurora soltaron un grito a la Eternidad. “¿Eres tu?” dijo el frenesí de la Impura Razón, y cuando las campanas rotas exclamaron su último pesar supieron también los ladrillos rojos que era la mordaza de los peones la que ascendería hacia las dulces coyunturas de la más vertiginosa nave extraviada en una flor de mares profundos de inmensa claridad.

Fue así como los cordeles de las vísceras de trigo cantaron alabanzas al Rey de las Peonzas, fue allí cuando los retazos del cielo se derrumbaron sobre una mar de infinitas y melódicas baldosas de mármol cultivado en los campos, donde el morado despertaría las larvas somnolientas.

II.
“Mi reputación de dicharachero y audaz parlanchín iba mezclada con otros comentarios que yo ignoraba. Decía la gente que era un perdido y que concluiría viviendo de malos recursos. ¡Deja de gritarme!” clamó reflexiva la más bella figura arácnida que jamás se haya visto.
Fueron sus 30 mil ojos los que me exclamaron la más pura y transparente piedad milagrosa, fue tanto el poder de sus bocas que desató en mi alma y en mi nombre un cambio esporádico de direcciones y pasadizos. “Saliva,” dije yo, “saliva que desencadena en la fértil maternidad de un crisantemo la más dulce y afilada agonía celestial.”

El cielo se tornó verde y las avispas decidieron nadar en un mar de leche que llovía de las ubres de los astros femeninos, el callejón habíase hecho calle; las quintas, manzanas y los cercos de los paraísos, como tapiales invisibles, no tenían ya para mí secretos, y en aquella espesa blancura supe que no eran mis ojos los que verían más el nacer de cada piedra y el porvenir de cada fruto que surgía de las torcidas piernas de los edificios más antiguos. De mis oídos salieron hormigas que poco a poco se despertaban acomplejadas, pues la madre de las auroras había sido esta vez una gran Prostituta que poco a poco retorcía sus amargos senos sobre la arena negra que servía de alimento a las más horribles serpentinas.


III.
Dominado, el matón se acercó, su cabeza baja como un sol que recién nace, en su garra bruñida y torpe la empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota, rota como la de un Obispo caído. Rota como su esperanza de un mundo mejor, un mundo lejos de la hipocresía y frenesí colectivo de la típica niña quinceañera que desea su exuberante fiesta rosada. Momentos antes de que el asesino clavase su torcida y deformada cruz en mi pecho hambriento, un gran silbido surcó los volcanes -era el tren de los enfermos, el que atravesó al fondo del mar incólume de la dignidad de las deidades de la historia, desquebrajando uno a uno los pedazos de las nubes que luego cayeron sollozantes a un mundo de pies y piernas.

Se derritieron mis ojos y llovió por primera vez, luego de 500 años de sequía que evaporó la esperanza de las bocas de los desaforados bebedores. Busqué mi semblante entre mis ropajes y encontré que el vestido de aquella que fuese virgen había sido descocido palabra por palabra. Encontré también que sus lentejuelas melódicas habían caído sobre las posadas de los arácnidos que ahora esculpen arquitecturas ortodoxas en nombre de las rosas que habían muerto 30 días antes.

IV.
Cuando la luz me golpeó, grité por mi sueño revelador, “¡Las hermafroditas renacieron de los retablos panorámicos!” Había viajado por el lugar donde se contaba la historia del Viejo Analfabeto que intentó dar vida a las sillas y a los caballetes. Pensé en el tapiz de seda, enfermo en una tristeza roja, que enterneció los ojos de aquella damisela de Lepanto que preparó el anamórfico sueño de los hijos de las golondrinas, que todas las mañanas visitaban los cementerios vestidas de aromas putrefactos. Las vibraciones apocalípticas desgarraron una a una la sonrisa de las lagartijas hipócritas que una vez fueron mis hermanas, supe ya que era la hora del pasado y que las ratas invadirían los corazones desprotegidos de las madres moribundas.

V.
Treinta campanazos sonaron esa noche, sin embargo ahora los sonidos proliferan hasta la Eternidad, destruyendo los tímpanos de los glaciares más remotos del corazón cristalizado de mi amada. Entré en la penumbra infinita de la noche cuyo fin es desconocido. Leí en el cielo unas letras que sonaron amargas, saboreé el deseo de la escoba y pulí mis dientes con los restos de las flores marchitas.

La tierra se inundó con olores infernales y enfermé de una cólera muy dulce que me permitió cantar junto a las hormigas y las doncellas arácnidas. Mis alucinaciones y yo nos resguardamos de los caracoles, el agua ya no molestó a mis ojos derramados y pude otra vez escuchar los citófonos encuadrados por marcos linajudos. “Préstame tus ojos,” me dijo aquella víbora, la ignoré y sin vacilar caminé por el vertiginoso empedrado majestuoso y le pregunté a mi amiga la libélula si el horizonte no exclamaría más mi nombre.




CAMILO COBA - EDIK CISNEROS - FABIÁN RIOFRÍO